Hace unas semanas se anunciaba la próxima entrada en vigor de una normativa que regulará el uso de las aceiteras de mesa en los restaurantes. Una buena idea, con algunas aristas, que permitirá tener la seguridad de saber qué consumimos bajo el nombre de aceite y que pondrá en valor uno de los productos que identifican nuestro carisma gastronómico.
Está por ver que la opción de las monodosis de aceite, una de las posibilidades que plantea esta norma, sea viable a nivel económico y ecológico. Aunque lo que más curiosidad me despierta, es ver cómo la picaresca se las ingeniará para sortear la inviolabilidad de los envases. Supongo que muchas almazaras ya estarán trabajando en nuevos formatos de mesa, más pequeños y manejables, para ofrecer calidad y confianza a los comensales. Deseo sinceramente que la propuesta estimule el consumo de aceite de oliva, siempre y cuando sea virgen extra… Pero, ¿cómo es posible que se legisle el contenido de las aceiteras, pero no haya ningún problema con las vinagreras?
El combo de aceite y vinagre, de todas fromas, no es el único problema que nos espera en la mesa cuando nos sentamos a comer. Otro elemento mucho más conflictivo sigue estando presente sin que nadie le haya prestado la atención debida: los saleros.
Nunca les había hecho mucho caso, básicamente, porque no tengo costumbre de usarlos y, además, tengo la suerte de que los restaurantes que visito tienen muy buena mano con este aditivo y no es necesario ningún tipo intervención por mi parte. Pero hay determinadas zonas geográficas donde la presencia del salero en la mesa toma un protagonismo especial.
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