miércoles, octubre 26, 2016

Cosas ricas que traerse de Jaén

Ochíos con morcilla de caldera 

Dos de las especialidades de la cocina ubetense, que tradicionalmente se sirven juntas. La morcilla se calienta ligeramente y se sirve en estos bollitos tiernos de pan al pimentón. 
Me encanta comprar souvenirs gastronómicos cuando voy de viaje, es una forma de alargar el viaje y de poder invitar a tu gente a degustar el destino del que acabas de regresar. No siempre te puedes traer todo lo que te gustaría, así que hay que ser selectivo y saber escoger aquello que, a la vez que genuino, sea complicado encontrar fuera de esos límites geográficos. 

Uno de mis objetivos primordiales era encontrar morcilla en caldera, un producto típico de Úbeda y Baeza, aunque yo lo conocía con el nombre de betún, que es como le llaman en Torres, zona de Sierra Mágina. Se trata de una masa untable y no de un embutido, ya que se comercializa en tarrinas, listo para consumir después de un ligero calentón. Tiene una textura muy cremosa y un sabor intenso. Se elabora con sangre, manteca y tocino de cerdo, además de arroz, cebolla y bastante pimentón. 


Tengo el recuerdo de haber probado ese "betún" con un matíz de verdura encurtida, ¿puede alguien de la zona confirmarme si existe una versión de esta morcilla con un toque de vinagre? ¿es lo mismo la morcilla caldero, el betún y la morcilla de La Loma? 

Además me he traído ochíos, unos bollitos de pimentón que sirven, entre otras cosas, para acompañar la morcilla de caldera. También son típicos de Úbeda, donde compré gran parte de lo que veís en las fotos. No muy lejos de allí elaboran unas conservas bastente frikis que no pude evitar llevarme, como el paté de lomo embuchado o el de pulpo a la gallega.

En la sección de aceites, destacar, de entre la colección de Jaén Selección (una marca de calidad de la Diputación de Jaén que selecciona a los 8 mejores AOVEs de la provincia de cada cosecha), el ingenioso aceite para untar. En realidad se trata de una mermelada de aceite, con una interesante textura y toque dulce. En la misma línea, el chocolate de 70% con AOVE.

Y el que sin duda es el inventazo del año, las tarjetas dosificadoras de aceite Melgarejo. Se trata de unos sobres de AOVE que en la parte posterior tienen una lámina gruesa de plástico, como una tarjeta de crédito, que al partirla, te permite doblar el sobre, presionar y dosificar este aceite de bolsillo.

¿Jaén? ¡Ñamén! :D

La morcilla de caldera, o betún, un "no" embutido a base de sangre, manteca y tocino de cerdo, además de arroz, cebolla y especias. 

Se puede encontrar en carnicerías en fresco, como viene siendo tradicional, pero también se puede encontrar la versión en conserva, que tiene mucho más margen de conservación y no requiere frío
Tres de los ocho AOVES de Jaén Selección, que son la crema de la crema jiennense: 

Castillo de Canena
Olibaeza
Bravoleum - Hacienda el Palo (el AOVE con el que competí junto a Montse en el AOVEBlogger Jaén 2016) 
El aceite de untar es de Mermeladas "Santa Claudia".
El mejor sistema de monodosis para el AOVE que he visto jamás. Se trata de sobres que tienen la parte posterior de un plástico rígido, que permite doblarse por la mitad, haciendo que el sobre se abra y podamos presionar el AOVE sin mancharnos.
Todavía no los he probado, pero las propuestas son bastante sugerentes por originales. En la página de Gourmet Sierra de Cazorla, podéis ver la lista de los casi 50 tipos de paté que elaboran.
Había que poner el contrapunto dulce y ha sido con este chocolate con AOVE, al que por cierto le iría de lujo una pizquita de sal... ;)

martes, octubre 25, 2016

La trufa canaria de Restaurante Nub


La historia de la patata, como alimento en Europa, narra todo el periplo social del hambre en el continente durante varios siglos. Existen diversas teorías, fomentadas según intereses particulares, pero también por lagunas históricas que dejan a la libre interpretación la penetración de este ingrediente vital de nuestra cultura gastronómica. El caso es que, la patata no fue un alimento popular en España hasta que, a finales del siglo XVIII, se fomentó su cultivo y consumo por parte de las oligarquías de momento, clero y nobleza, con el fin de aliviar el efecto de las hambrunas provocadas por las malas cosechas de cereal y otras vicisitudes agrícolas de la época.

Resulta fácil pensar que la patata llegó de América y que directamente se integró en la dieta habitual de la época, pero para nada fue así. La pobre y humilde patata tardó mucho tiempo en adquirir el rol culinario que hoy le reconocemos y el primer problema fue que, al llegar a España, no supieron cultivarla. Pensaron que lo que se comía eran los frutos que crecían de las flores y no los tubérculos que crecían en las raíces. Cuando descubrieron que esos frutos eran incomestibles, la patata pasó a ser una planta decorativa que se lucía, para asombro de propios y extraños que desconocían esta planta de ultramar, en las puertas de las casas de las mejores familias.

Así es como la patata viaja a Italia, en forma de regalo que Felipe II hizo a Pio V. Llega a los jardines botánicos del Papa, donde comienza a ser sutilmente apreciada como producto culinario por la asombrosa similitud con la trufa, que ya se consumía en Italia por aquella época.

En el otro extremo de la historia, tenemos los orígenes andinos de la patata. Un patrimonio botánico que comparten Perú y Chile, pese a que los españoles donde realmente se encontraron la patata, por primera vez, fue en la actual Colombia. Un alimento cuya leyenda mitológica está asociada a deidades celestiales y que forma parte de la cultura gastronómica andina desde hace más de 8.000 años. Un larguísimo periodo de tiempo en el que los moradores de aquellos duros territorios, fueron sofisticando el cultivo y conservación de la patata como una de las piedras angulares de su alimentación. Ese es el caso del chuño, una patata liofilizada mediante métodos artesanales, que permite una larguísima conservación en el tiempo.

Si tuviéramos que unir físicamente estos dos hechos, la historia de la patata tendría que pasar obligatoriamente por Canarias, el primer destino de la papa una vez comienza su aventura de ultramar. Y es precisamente allí donde este tubérculo mantiene su nombre original, que después se ha ido modificando en la península para asemejarlo a la batata y acabar por llamarse patata.

Tres hitos importantes que me sirven para interpretar una interesante técnica culinaria que permite que la papa se transforme en una trufa, siguiendo la ancestral técnica del chuño. Sus artífices, son además los actores perfectos para interpretar esta interesante historia, ya que sus orígenes se sitúan en los extremos físicos de la narración; se trata de la chilena Fernanda Fuentes y el italiano Andrea Bernardi, ambos cocineros, además de empresarios y pareja sentimental, y residentes en Tenerife.

Un desarrollo, el de convertir la papa en trufa, que resulta una carambola genial al unir de forma coherente diferentes territorios, culturas, técnicas y épocas. Desde Nub, el restaurante que Fernanda y Andrea tienen en San Cristóbal de La Laguna, se ha terminado de cerrar el círculo que permite contar un hecho histórico a través de la experiencia y filosofía vital culinaria de dos cocineros inquietos e inconformistas.

Esta sería la receta para convertir las patatas en falsas trufas liofilizadas. Hasta la fecha, las patatas trufa se mantienen en perfecto estado de conservación (tres meses) y todavía están estudiando cuánto tiempo durará sin estropearse. Así que no sólo se trata de una fórmula de mimetismo entre productos, sino que puede servir para alargar la vida del producto.

Receta de la Papa-Trufa canaria

1. Congelar la patata 24 horas
2. Descongelar a temperatura ambiente
3. Escurrir bien el agua
4. Pelar la papa
5. Deshidratar en el horno 12 horas a 65º
6. Cocer 45 minutos a 90º
7. Deshidratar de nuevo 12 horas a 65º
8. Hidratar en agua durante 24 horas
9. Secar bien la papa
10. Introducir las papas y las trufas en un recipiente hermético, durante una semana
11. Perforar la papa con una aguja
12. Envasar al vacío con aceite natural de trufa
13. Madurar durante un mes
14. Cortar con el laminador de trufa

El empoderamiento del cliente gastronómico


El cliente siempre tiene la razón” es una frase que tiene su origen en unos grandes almacenes que, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX según diferentes teorías, pretendía estimular y dar confianza a los compradores de estos incipientes negocios. Una expresión que ha sido tomada por muchos como un dogma de fe, hasta el punto de acoplar a esta sentencia una segunda que dice que “si el cliente no tiene la razón, vuelva a leer la primer a norma”. Casi nada.

El cliente ha evolucionado mucho desde entonces, especialmente en la última década donde el marketing ha desplegado todo su poder, implicando valores, principios y emociones en sus mensajes, con el fin de provocar el deseo de compra a través de nuestros ideales. Los actores siguen siendo los mismos, pero el cliente ahora es el rey porque así lo han decidido las marcas que ahora, quieren proyectarse de forma seductora ante un comprador al que han adulado otorgándole un poder desproporcionado. La actitud frente a la competencia comenzó entonces a ser un juego donde al cliente se le halaga por no ser tonto, dándole a entender que existen dobles tarifas y que las ofertas de una empresa implican que la competencia pretende tomar el pelo al cliente.

En medio de una situación económica crítica, mantener a los clientes era algo fundamental y la actitud de quien hasta entonces no había tenido problemas de público, fue la de comenzar a preocuparse por asegurarse la clientela. Para complicar más el problema, la presencia de las redes sociales implicaba preocuparse por la gestión de esa faceta del restaurante que llegó a sus negocios sin pedir permiso. Con el miedo a una situación incierta y el desconocimiento de un nuevo soporte de comunicación, que parecía tener una fuerza imparable (e incomprensible para muchos en aquellos años), los restauradores necesitaron de la ayuda de expertos para desenvolverse en ese nuevo estatus donde, como proveedor, estaba expuesto a todo tipo de demandas y críticas.


martes, octubre 18, 2016

La mala memoria del hambre (de la abuela)


Dos reflexiones me han hecho darme cuenta que, cuando hablamos de la cocina de la abuela, nadie tiene antepasados que hayan pasado hambre. La mayoría de la gente tiene abuelas que han trasmitido con rigor y orgullo un sabroso y suntuoso legado culinario, a través de recetas cristalizadas e inviolables en fondo y forma. Pero lo más sorprendente es que todo el mundo parece proceder de familias altamente acomodadas, que eran las que en otras épocas se podían permitir preparar ciertas recetas, y las defienden como si fuese la más valiosa de sus herencias.

Se nos ha subido tanto el papel de clase media a la cabeza, que hemos hecho un lavado de imagen a nuestros antepasados, a los que sólo arrimamos la palabra hambre cuando se trata de poner en valor el ingenio y la creatividad gastronómica que nos ha llevado a la grandeza de la que hoy hacemos (recurrentemente) gala. De hecho frivolizamos sobre el hecho gastronómico del hambre, sin pararnos a pensar en la angustia que tiene que suponer conseguir alimentos, de escaso valor nutricional, para intentar preparar con ellos un comistrajo que sea medio comestible para poder alimentarse.

Nuestras abuelas vivieron momentos muy duros, pero tan solo una generación antes, la de nuestras bisabuelas, la situación era mucho peor. Eran las herederas de un mundo donde la supervivencia estaba a la orden del día.
El régimen señorial había caído y las desamortizaciones habían liberado algo de suelo, pero por aquel entonces más del 60% de la población eran campesinos. En ese entorno rural, la mayoría de nuestros antepasados eran labradores, jornaleros o pastores, y a pesar de poder disponer de algún terreno propio con el que mejorar su subsistencia, los más afortunados, la gran mayoría trabajaban para otros.

Tiempos en los que, a pesar de ser un país fundamentalmente rural, la falta de desarrollo agrícola, las sequías e inundaciones y las plagas, hacen que las malas cosechas traigan tras de sí importantes hambrunas. Son tiempos en los que los potajes de legumbres configuran un mapa gastronómico por todo el territorio, pero también una época en la que se comienza a escuchar los nombres de terribles enfermedades neurológicas relacionadas con el consumo excesivo de legumbres. Cicerismo, cuando la intoxicación es por garbanzos cocidos, latirismo cuando es por la ingesta de almortas o odoratismo cuando es por comer harina de guisantes.

De hecho, no existe el concepto de historia de la cocina española hasta que, muy a finales del siglo XIX, algunos ilustres de la época deciden recopilar información gastronómica de diferentes zonas, con un fin divulgativo para los viajeros foráneos. Anteriormente, las recetas que se pueden encontrar están vinculadas a la aristocracia y al clero, que eran quienes documentaban ese tipo de material, no sólo para que trascendiese, sino como manual para que otros preparasen las viandas. Ese sector social sí podía permitirse elaborar recetas al pie de la letra, pero nuestras bisabuelas… lo dudo mucho.

Las recetas que han trascendido están más vinculadas a eventos religiosos que a un tema puramente gastronómico. Todo lo relativo a la matanza tenía un gran sentido ritual, y las recetas que la rodean son muy estáticas, pero gran parte de la puesta en escena tenía como fin una exhibición de religión católica. Lo mismo podríamos decir de los platos de vigilia, impuestos por un modelo moral que no daba opciones, aunque los pobres no tuviesen mucho problema en no comer carne esos días, ya que no era un alimento muy habitual en su dieta.

Quizás el plato que mejor retrata el hambre de nuestros antepasados, y su poco interés por el rigor gastronómico, es la tortilla de patata. Dos de sus versiones nos dejan claras las penurias que pasaron nuestros tatarabuelos. Por un lado el híbrido entre tortilla y pan de patata que se dató en Extremadura en 1797, que no fue otra cosa que una maniobra de promoción de la patata que, realizaron los nobles terratenientes y la iglesia, y que a través de los sermones dominicales fueron adiestrando a los campesinos en el cultivo y consumo de la patata, que hasta hace poco había sido considerada comida para animales.

La segunda versión, más similar a lo que hoy conocemos como tortilla de patatas, aparece referenciada en un memorial de ratonera- una especie de buzón de sugerencias anónimas a la Cortes de Navarra, para exponer determinados conflictos o peticiones del año 1817-, donde, lejos de describirse la tortilla como una receta, se usa para describir la situación de desesperanza y desamparo que se vivía en aquella época en la zona media de Navarra. La tortilla de patata es una adaptación de las elaboraciones que se preparaban engañando la receta con pan o cualquier alimento consistente que permitía conseguir más ración.

Si por un momento nos pusiéramos en la situación real en el que vivieron nuestras bisabuelas, quizás nos diésemos cuenta lo ridículo que resulta decir que una determinada receta se ha hecho así de toda la vida. El otro día lo escuchaba mencionar a su bisabuela a un valenciano, para afirmar rotundamente que la receta de la paella valenciana es, ha sido y será, tal y como dicen los valencianos, pasando por alto todo un conjunto de hechos que nos dicen que no es posible que fuera así.

Que un campesino medio dispusiese de todos los ingredientes con los que elaborar una suculenta receta, era prácticamente imposible y la necesidad de alimentarse hace que no se le hagan ascos a nada, así que resulta obvio que hemos maquillado un poco la forma de comer de nuestros ancestros.

Antiguamente, antes del desarrollo rural, había motines por el pan, un alimento básico que traía de cabeza a la población por las recurrentes subidas de precio, producidas por sequías, plagas o simple codicia. En la etapa industrial había un notable interés informativo por el concepto económico de la bolsa de la compra, donde se detallaban, por su valor social, el precio del pan, leche, huevos, patatas y otros productos de primera necesidad. A día de hoy, en la era de internet, nos preocupa mucho más que los alimentos no tengan gluten, no se hayan manipulado genéticamente o que sean ecológicos. Algo que provocaría un profundo asombro entre nuestros abuelos y bisabuelos.

Vivimos en un mundo desvirtuado donde nuestro “pasar hambre”, es comprar en los supermercados de precios bajos que presumen de su filosofía premium y trasladan a la sociedad que cualquiera con una economía mediocre puede comer productos con la etiqueta gourmet. Me divierte pensar que si nuestras bisabuelas escuchasen lo que decimos sobre la gastronomía, la cocina de la abuela o las recetas tradicionales, nos darían un bofetón… pero con toda la palma abierta.

martes, octubre 11, 2016

Las falacias de los clichés en la gastronomía

En los restaurantes de alta cocina la gente se va con hambre”, este es uno de los clichés gastronómicos más extendidos y el que más me enerva por estar fundamentado en la necedad y la ignorancia más simple. Una de esas opiniones absurdas y carentes de todo tipo de base y argumento cuya penetración social es totalmente sorprendente, ya que quien fomenta este tipo de opiniones casi nunca ha pisado un restaurante de este tipo. Pero decirlo es gratis y si algo gusta en este país, es hablar de lo que no se sabe y de paso cuestionar la honestidad y credibilidad de quien ha triunfado en su ámbito profesional. 

Es probable que muchos de los que insisten una y otra vez en que la alta gastronomía es un timo, necesiten un motivo más allá del económico para justificar porque no van a este tipo de establecimientos. Muy mezquino pero muy real; como no puedo permitirme (o no quiero) pagar ese tipo de comida, descalifico al restaurante por no dar de comer en cantidad y cuestiono al cocinero que seguro estará aprovechándose de esa gente tan snob a la que le gusta comer bien. Reducen todo a un escenario donde el cliente es imbécil, el cocinero un jeta y ellos, al más puro estilo cuñadista, son los únicos listos que se han dado cuenta del engaño

El problema de estos cretinos, que fomentan este tipo de pensamientos, es que son muchos y están por todas partes, por lo que crean una falsa ilusión de tener razón. Pero esta es una falacia muy fácil de desmontar, tan sólo hay que realizar un par de indagaciones, para darse cuenta de que los datos son tan elocuentes, que el mito se cae solo. ¿Cuánta comida sirven en un menú de alta cocina? 

Lo suyo es dejar de usar términos ambiguos y subjetivos, para comenzar a analizar exactamente cuánto se come en un gran restaurante. Y para eso, nada mejor que recurrir a los propios restaurantes y pedir información del peso total del menú. Un dato muy revelador que delata que los gramajes totales de una comida están muy por encima de una comida rutinaria y estándar que tendría un peso aproximado de 500 gr. 


lunes, octubre 10, 2016

Urko Mugartegui - El prestigio de la sala (Boulevard - Radio Euskadi)

La cocina de la abuela

No hay una conversación que se precie sobre cocina en la que no se haga alguna referencia a una de las entelequias más poderosas y sagradas de la gastronomía, la cocina de la abuela. Una señora octogenaria que nuestra memoria colectiva ha dibujado como entrañable y afectuosa, que nos nutre con su infinito amor y con sus increíbles recetas tradicionales. Recetas a las que siempre les rodea un halo de misterio, como si las abuelas supiesen algo que nos sabemos los demás, como si le pusieran un ingrediente que no nos confiesan, como si tan sólo con cumplir años se cocinase mejor. 

No dudo que habrá abuelas que cocinen increíblemente bien, pero también las hay que cocinan fatal. Mi abuela materna sin ir más lejos. No es que cocinase mal, sino que era una mujer de carácter profundamente asceta a la que sus principios religiosos le dictaban austeridad culinaria. El legado culinario que me llegó de ella fue prácticamente inexistente, así que carezco del mítico recuerdo del olor que brotaba de suculentas marmitas mientras mi abuela me explicaba los más secretos trucos de su ancestral cocina. Siempre le agradeceré que me dejase una sólida herencia en valores y principios, pero en lo culinario, nada de nada. 

Será que me tocó el garbanzo negro de las abuelas cocineras o quizás hemos creado una figura mitológica que ha terminado por írsenos de las manos, hasta el punto que el concepto de la cocina de la abuela ya es un recurso utilizado, sin bochorno alguno, por grandes cadenas de comida rápida. De hecho la abuela ha sido el gran contrincante de la cocina contemporánea. Da igual si se hablaba de cocina actualizada, vanguardia culinaria, cocina de autor o, peor, cocina molecular, en seguida alguien sentaba a la abuela en una mecedora y la incluía en la conversación con el fin de tumbar todas las teorías que defienden la cocina actual. La abuela se ha convertido en un ser legendario que desaprueba con gesto de disgusto las técnicas contemporáneas y mientras que, con una mirada en la que no puede haber más amor, nos ofrece potajes de cuchara. 

La abuela se ha convertido en un ser legendario que desaprueba con gesto de disgusto las técnicas contemporáneas y mientras que, con una mirada en la que no puede haber más amor, nos ofrece potajes de cuchara. De hecho, hubo quien habló en términos de advenimiento cuando, al comenzar la crisis económica, se pronosticó, al más puro estilo redentor, el retorno de la cocina de la abuela. La yaya regresaba para desenmascarar y llevarse por delante a todos esos cocineros ‘esferificadores’ que, con sus técnicas satánicas, habían intentado desplazar su tierna imagen de anciana oronda y sonrosada con delantal.


Ella sería la que reventaría la burbuja gastronómica y la que pondría de nuevo todo en su lugar. No hay más que hacer una búsqueda rápida de los artículos publicados en su momento, con el cuchareo como pronóstico absoluto e indiscutible, para darse cuenta del empoderamiento que adquirió el concepto de la cocina de la abuela durante esos años.

El caso es que esta es una tendencia que nunca llegó a hacerse realidad, fue más fervor que otra cosa. Porque lo cierto es que, no se han abierto un número espectacular de negocios de cuchareo y cocina tradicional. Ni espectacular ni normal. De hecho han cerrado algunas de las referencias históricas de este tipo de cocina, porque en muchos casos no hay un relevo generacional y los cocineros más jóvenes prefieren cocinar en clave moderna usando ingredientes de todos los rincones del mundo, con técnicas mucho más innovadoras y efectistas.

Y es que la defensa de la cocina de la abuela es puro postureo. Si no, no hay forma de poder explicar el tremendo auge de establecimientos de cocina panasiática, panamericana o ‘panaloquesea’, a la par que los restaurantes de cocina tradicional van quedándose poco a poco como aisladas instituciones culinarias. De hecho, la dichosa abuela no es nadie si no hay un cuñado en la conversación.

Es el perfil del cuñado el que suele usar el recurso de la cocina de la abuela de forma recurrente, sin que le cree conflicto alguno explicarte después como sujetar correctamente los palillos en mientas comes sushi en un restaurante japonés al que él te ha llevado.

La figura de la abuela, tal y como la conciben algunos, es totalmente estéril. Primero porque se le enfrenta una y otra vez con otros estilos culinarios con los que jamás ha habido conflicto, básicamente porque son descendientes directos de esa cocina de tradición. Y segundo, porque se le ha adjudicado un aura de cocinera justiciera, cuya misión por encima de todo, es devolver el equilibrio al cosmos gastronómico que se ha visto sometido en los últimos tiempos por el lado oscuro de la modernidad.

Si dejamos al margen ese modelo de abuela hecha a medida para dar por saco, que sólo defiende determinados intereses y contrapone otros, la cocina de la abuela es un concepto clave para mantener el legado culinario. La gente cada vez cocina menos platos tradicionales en casa, es algo que se ha ido perdiendo con el tiempo y que no tiene pinta de que se vaya a solucionar, por lo que nos colocamos en la antesala de un escenario en el que comer determinados platos sólo se podrá hacer en un restaurante, porque el conocimiento doméstico ya no recogerá ese tipo de recetas. 

Estamos en un momento crucial, un momento en el que dos generaciones tienen que mantener el compromiso de ceder el testigo cultural de unos a otros, y hacer que el conocimiento culinario se perpetúe. Una trasmisión cultural que ha de producirse de una manera realista para que muchos grandes platos no se conviertan en piezas de museo o, peor, sufran mutaciones aberrantes, con la idea de actualizarlas y darles un toque moderno, de las que nunca se puedan recuperar. Pero para conseguir ese fin no vale con usar a la abuela como entelequia, hay que hacer uso de su conocimiento y experiencia.

Un ejemplo de lo que estoy hablando es un restaurante del estado de Nueva York que ha querido ir un poco más allá del tópico de hacer cocina de la abuela. Y es que, la forma más honesta y digna de decir que ofreces ese tipo de cocina es que, quien la cocine, sean realmente abuelas. Abuelas que han hecho una y mil veces las mismas recetas con gran éxito, y que quieren que su cocina sea una realidad que se pueda saborear.

La Enoteca María se vanagloria de su brigada multicultural de abuelas, a las que ofrece la posibilidad de ceder su legado culinario a través de un puesto de trabajo, a la vez que reconoce desde la admiración sus habilidades gastronómicas. Una muestra brillante de como la cocina de la abuela puede ser una realidad de la que todos nos podemos beneficiar, mientras que nos alejamos de esa abuela censora que impone una cocina polarizada, llena de falacias y prejuicios sin sentido.