Mi abuela vivió en una época que, los podían, criaban sus propios
pollos alimentándolos con grano, para llegado el momento sacrificarlos,
desplumarlos y después comerlos. En el caso de que el pollo se comprase o vendiese,
la transacción se hacía con el animal vivo, para posteriormente proceder al
sacrificio y desplumado en casa.
A mi madre le tocó vivir el momento en el que ya los pollos los criaban
otros y se vendían desplumados y eviscerados, preparados ya para trocear y
cocinar. El despiece del pollo fue evolucionando, ya en mi generación, hasta
ofrecer deconstrucciones tan sofisticadas como el solomillo de pollo. Por el
contrario, se ha ido haciendo cada vez es más complicado ver carcasas de pollo
para hacer caldo.
Cualquiera pensaría que ya habíamos tocado techo en cuanto dosificar y
empaquetar el pollo, pero no, hay más…
El próximo mes de mayo la cadena de supermercados Sainsbury's, la
segunda grande del Reino Unido, sacará al mercado un nuevo formato “sin
contacto”, en el que no será necesario tocar el pollo para cocinarlo.
¿Y a santo de qué esta innovación tan innecesaria? Según una encuesta
realizada por Sainsbury's entre sus clientes, los menores de 35 años confesaron
sentir aprensión ante la idea de tocar la carne cruda del pollo. Según revela
la encuesta, en unos casos el motivo es porque el contacto con la carne le
pone ante el hecho de que procede de un animal muerto y en otros por un miedo a
bacterias propias del pollo que puedan provocar una intoxicación alimentaria.
Para solucionar este problema de sensibilidad, se ha procedido a
envasar el pollo con el sistema DoyPack o Pouch; unos sobres de plástico
flexible que permiten abrirse fácilmente y deslizar el pollo hasta la sartén,
sin tener que tocar el producto. Un embalaje versátil utilizado para infinidad
de productos sólidos, líquidos y en polvo, que ahora cumplirá la función de
aislar al consumidor de la incómoda realidad de estar comiendo pollo.
Aquí es donde nos lleva esta última evolución, a un estado negacionista
de la realidad alimentaria donde la aprensión y la moral estética hacen que
todo se maquille y decore para hacernos sentir bien y no tengamos que pensar.
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