Hace unos días se presentaba en sociedad la carne de pollo y
pato cultivada en laboratorio. Un paso más después de que, en 2011, se hiciese
pública la investigación en la que se anunciaba el advenimiento de la carne
artificial a partir de células madre.
Una realidad que se nos está viniendo encima a pasos
agigantados, sin saber muy bien cuáles van a ser las consecuencias que provoque
este cambio sustancial de producción de carne. Tras el impactante titular de
aquella primera hamburguesa elaborada con carne cultivada, para la que se
habían invertido más de 245.000€ para conseguir 142 gramos de producto,
llegaron noticias realmente inquietantes. Se prevé que para 2020, la carne de
laboratorio será una realidad que podremos ver en los lineales de los
supermercados por unos 8€ el kilo.
Los argumentos para el éxito de este tipo de carne son
imbatibles; el aumento de la producción de carne, que ya no dependerá de
recursos del entorno como el agua y el pienso, sumado una disminución drástica
de las emisiones de gas metano, las ventajas saludables que supone una carne
con menos grasas saturadas y apenas colesterol y lo competitivo de su precio,
hacen que se pueda pronosticar un éxito rotundo de este tipo de sucedáneo.
Sucedáneo o el nombre que comercialmente consigan adjudicar
a este producto, porque dudo mucho que los ganaderos permitan que puedan
denominarlo carne, básicamente por un problema de agravio comparativo. Pero,
¿cómo podrá este importante sector defender su negocio frente a un producto que
ofrece tantas ventajas?
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